21 de abril de 2009

Comerciantes

Al comerciante logroñés lo que le mata es que sigue tratando de usted a su clientela, con una corrección exquisita de sumiller, que encandila a las señoras de abolengo, pero que pone de los nervios a las nuevas generaciones, que son las que están en edad de consumir, porque les han educado con menos vocabulario que a sus progenitores, que la Eso y la Aquello juntas han exiliado el latín a las Galias y los escolares se han quedado sin aprender el rosa rosae, aquejados de una cultura de crucigrama poco dada a los recovecos gramaticales. Vamos, que la crisis del pequeño comercio es ante todo un problema de empobrecimiento de nuestro léxico, como casi todo en esta vida, que las grandes superficies no han leído la lingüística de Saussure pero se conocen al dedillo los secretos de los manuales de autoayuda y, por eso, les salen unos eslóganes publicitarios tan fulminantes: “El paraíso, a dos minutos de su casa”, que, en la época en que vivimos, donde la velocidad del microondas es el invento más ponderado y las conversaciones a fondo de Soler Serrano en la tele han sido sustituidas por unas tertulias comprimidas en 59 segundos, el usted no sólo suena a antiguo sino que se considera una pérdida de tiempo, que por no utilizarlo no lo utilizan ni los mendigos en sus súplicas, porque lo ven como un arcaísmo de novela decimonónica sin ningún marchamo comercial. Es triste, pero el usted está tan desprestigiado, que sólo lo usan ya sus señorías, por una cortesía parlamentaria, que les dura el cantar de un vizcaíno, y el erudito Francisco Rico en sus estudios sobre el Quijote, que cuando le da un ataque de pedantería lo cambia por un vuesa merced, que aún agrava más el asunto, porque esta antigualla de expresión nos demuestra que la educación y los buenos modales son cosa de caballeros andantes pero no de vendedores modernos, que ahora lo que se lleva es el inglés, o el espaninglish, como mal menor, un “Made in Hong Kong” en las etiquetas, que es más directo que un “Confeccionado por Casa Hermanos Domínguez”, que suena autóctono pero que no entra en el anuncio de lo largo que es, que los hablantes tienden a comprimir las palabras como los ejecutivos a recortar gastos, y un parado, por ahorrar saliva, pasa a ser un parao, y una dependienta parlanchina de las de antes, de las que se enrolla y pregunta a la clientela por los estudios de sus hijos, se convierte, por economizar balances, en una cajera hierática, de las de contrato temporal y voz plastificada. En fin, que esto de la bajada de ventas del comercio riojano no se soluciona ni con un despliegue de bombillas navideñas Gran Manzana ni con la alfombra de Aladino sobrevolando por encima de los maniquíes de los escaparates, sino con un cambio de registro verbal, que hay que empezar a utilizar el tuteo, ¿qué es eso de: “Ahora mismo le atiendo, señorita?”, nada, hay que ir al grano, “Chavala, ¿tienes tarjeta o no tienes tarjeta?”, que el comerciante se ponga a tutear y ya verán cómo los híper empiezan a temblar.


Artículo publicado en prensa.

3 de abril de 2009

Ferlosio

A Ferlosio es difícil que la plebe lo lea ni aunque le concedan de una tacada el Cervantes y el Nobel juntos, porque, cuando escribe sus peroratas tan documentadas, parece que está soltando un sermón apocalíptico, una homilía como las que proferían aquellos curas que se subían al púlpito y uno se quedaba bobo de la labia que tenían pero también de la mala leche con que abroncaban a sus beatas. Ahora ya no queremos oír monsergas de ninguna clase, aunque estén arrebozadas de laicismo como las de Ferlosio, porque vivimos en la sociedad del bienestar y cualquier atisbo de desasosiego nos suena a veleidades de filósofos aguafiestas, emperrados en desenterrar al depresivo de Schopenhauer. Con tanta autosatisfacción estamos perdiendo oído para distinguir la felicidad de la infelicidad, porque lo que nos pide el cuerpo, después de picar en la mina, es desconectar con una novela basura, de las que se devoran en dos bocados como una hamburguesa, y no aguantar el soliloquio pausado de un pelma de librepensador, que, si es necesario, despotrica hasta contra su propia sombra. Ferlosio se nos revela como un pesimista de tomo y lomo, como lo fue Quevedo, como lo fue Fernando de Rojas, como lo fueron tantos otros hombres de letras, caracterizados por un pesimismo ilustrado que enraíza en la mejor tradición española de nuestras artes, que algunos han interpretado en clave desesperanzada, pero que a poco que se rasque en su coraza intelectual se vislumbra en sus textos ese optimismo iluso de quien aún cree en las propiedades enamoradizas de un soneto.
A Ferlosio no le oirán en las tertulias soltando vaguedades ni luciendo palmito por las pasarelas mediáticas. ¿Qué va a pintar este caballero de la triste figura entre tanta alharaca, si es un currante de la lengua, un empollón de biblioteca, que busca el dato, entre los legajos, con la misma obsesión que un periodista de raza? Bueno, lo de periodista de raza es una exageración, porque no habrá persona que abomine más del raquítico “lead” y que más recurra a las frases largas, a los meandros, que muchas veces da la impresión como si estuviese mareando la perdiz, hasta que al final el lector cae en el cepo, y viene el destello de lucidez, y uno le perdona tanta demora, porque entiende que esta prosa laberíntica es su única forma para encauzar la complejidad de su pensamiento. No es casual que Ferlosio, con apenas un par de novelas escritas, dejase de escribir ficción, cuando es de largo el novelista más dotado de su quinta, (no lo digo yo, lo dijo Delibes y, para dar fe de este aserto, lean y relean las andanzas de “Alfanhuí”, me lo agradecerán), pero comprendan que se aburrió de que le encasillasen con el sambenito del autor del “Jarama” y abandonó las listas de libros más vendidos, porque intuyó que le podía pasar lo que le pasó a Cela, que se forró de dinero a cambio de dilapidar su talento con pedorretas y tacos. Por su carácter más bien hosco, Ferlosio tenía todos los números para haber acabado como un bartleby con más fama que obra, pero se puso a escribir ensayo, como aquellas mujeres que hacían calceta para dar sentido a su vida, y ha engrandecido su leyenda. Lo suyo es el ensayo duro, sin concesiones pero tampoco sin imperativos categóricos ni otras disquisiciones abstractas, siempre al ritmo de la actualidad: si toca celebrar los fastos de la colonización latinoamericana, nos recuerda que ahí sigue sangrando el testimonio de Bartolomé de las Casas para avergonzar nuestra hidalguía; si toca brindar por el fin de la historia, arremete contra el dios globalizador y su Mesías, la publicidad. Aunque, con perspectiva, con horizonte, Ferlosio no ha dejado nunca de ser el novelista que comenzó siendo, que la gran novela castellana, como es el Quijote, avanza, entre somanta y somanta de palos, en una continua digresión de discursos de todos los pelajes y, si nos quitamos las orejeras, nos daremos cuenta de que nuestros más grandes prosistas suelen ser ensayistas camuflados, desde el manco de don Miguel hasta el pobrecito hablador de Larra.
Al contrario de lo que sucede con tanto premio de conveniencia, Ferlosio ensalza el Cervantes, pero no sé si, como desea todo escritor en su fuero interno, dejará de ser por ello un autor minoritario. A Ferlosio, para que lo lea el vulgo, en vez del galardón, le tendrían que haber chivado el nombre del asesor de imagen de Zapatero, que igual, con un peinado a sus hirsutas cejas, salía en la portada de la revista Vogue y ponía fin a su anonimato. Que Ferlosio ha venido recibiendo la misma ingratitud que algunos de sus compañeros de viaje, Caballero Bonald o García Hortelano, una generación desubicada, que equivocaron el lugar y el año de nacimiento, gente de izquierdas metida en el fragor del franquismo, mal mirados por todos, por los de fuera por quedarse detrás de la barrera, por los de dentro por no hacer la pelota al censor de turno, injustamente tratados en la transición pero que no se desanimaron sino que siguieron escribiendo, escribiendo como los ángeles, que los ángeles escriben con pluma y no con ordenador, un matiz de peso, ya que las nuevas hornadas de escritores se han fiado demasiado del corrector ortográfico y su estilo ha languidecido en un suspiro. Lo que sucede es que los lectores modernos no se percatan de esta agonía, porque están acostumbrados al realismo sucio o al adorno lorquiano, que ahora, lo que se lleva es el envés de lo que enseña Ferlosio, una prosa anoréxica escrita por cualquier ganapán, y a ese colgajo los suplementos le llaman literatura.


Artículo publicado en prensa.