26 de mayo de 2009

Dinero

El dinero huele. Ya lo creo que huele. No llevaba razón Vespasiano cuando dijo que el dinero es inodoro. Depende de las manos de donde venga. A veces, huele de maravilla, a brisa marina; otras veces, echa un pestazo, a habitación cerrada, que no hay quien lo aguante. Usted entra en una panadería a comprar un bollo de pan y esos céntimos, harinados recién salidos del horno, desprenden un olor tierno. Da gusto olerlos. Sin embargo, mete la tarjeta en el cajero y sale una humareda desagradable. No se puede evitar. Las comisiones de los bancos desprenden un hedor de alcantarilla. Hay olores y olores, como hay trabajos y trabajos. Una hora extra bien pagada huele que es una bendición; una hora extra sin convenio huele a chamusquina. Los tenderos suelen dar dinero fresco, con olor a mandarina, que hace cosquillas en la nariz, pero como te descuides en el restaurante, te meten un sablazo, que se te crea una congestión nasal y los euros no te dejan ni respirar. Hay dinero que huele a sudor, a grasa, a Anís el mono. Y hay dinero que huele a colonia cara, a coche de lujo, a hamaca jamaicana. Esos sueldos millonarios por meter un gol no es uno de mis olores favoritos. Me abotarga los sentidos. Sin embargo, esa prima al árbitro por pitar un partido de regional me gusta tanto como la fragancia que transmite el papel de un libro nuevo. Hay dinero negro (¿será por racismo?), que huele muy mal. Y hay dinero blanco (¿recuerdan aquellas pagas de la infancia?), que evoca sensaciones de golosinas, helados y tebeos. El euro del periódico huele a tinta. El euro de unos vinos huele a camaradería. El dinero desprende olores por doquier. Todo es cuestión de ponerse en plan sumiller. Metan la nariz en el monedero y ya verán. Hay billetes que huelen a colonia cara, y otros, que huelen a ‘after shave’ barato. El dinero que cuesta un piso huele a aspirina; el dinero que se dona al Tercer Mundo huele algo mejor. A Botín, ¿cómo le huele el dinero? Pues, ¡cómo le va a oler!, a palo de golf. Hay dinero metido en paraísos, que no crean que huele para tanto. Y, miren, hay dinero con olores de huerta que ya lo quisieran cualquier perfumería. No, ni mucho menos llevaba razón Vespasiano cuando dijo que el dinero no huele. Ya lo creo que huele. A veces, huele que alimenta. Y otras veces, huele que apesta.

Artículo publicado en prensa.

7 de mayo de 2009

Moro

Me llamo Mohamad Ali Asghar. Se escribe de una forma y se dice de otra. Lo más difícil de mi nombre son las haches. La hache de Mohamad es aspirada; la hache de Asghar, muda. Tengo un nombre que no es fácil de recordar. Lo sé. A nueve de cada diez riojanos se le olvida; y quien se acuerda no acierta con las haches. Así que pueden llamarme “El moro”. Todo el mundo me llama “El moro”. Me he acostumbrado. Al principio, me molestaba. Ahora ya no. Eso debe de ser porque ya estoy integrado. Me gusta más que me llamen “El moro” que “Mojamé”. “Mojamé” no me hace gracia. Porque los compañeros de la obra aprovechan para ponerme perdido de agua. “¡Agua para mojamé!”, grita el capataz. Y todos se ríen. Los motes no me gustan. Alá puso nombre a las personas por algo. Y no está bien reírse de Alá. Aunque prefiero un mote a que me llamen Moisés. Cuando supe que ese profeta fue el que vagó por el desierto, me mareé del susto. Recordé mi duro viaje desde Islamabad. Moisés no pisó la tierra prometida. Yo, sí. Aunque estuve a punto de no pisarla. Yo vine en autobús y no en patera, como se piensa la gente. En autobús también se pasa mucho miedo. Sobre todo, si viajas en el maletero. Quienes vienen en patera son los marroquíes. A los paquistaníes y a los marroquíes nos suelen confundir en la calle. No tengo nada contra los marroquíes; lo único que comprendan que yo soy un paquistaní de pura cepa, como dicen ustedes, y es diferente ser de Pakistán que de Marruecos. En Pakistán, por ejemplo, se habla urdu. A nadie le saludo ya en urdu. Los españoles apenas saben inglés, como para saber urdu. Con todo, lo peor de ser paquistaní en Logroño no es que se te vayan olvidando palabras de tu lengua sino que tu nombre deja de existir. A todos mis amigos paquistaníes les pasa lo mismo. A Gulan Mehmood. Y a Adeel Shabaz. Nadie les llama Gulan Mehmood ni Adeel Shabaz, sino Juanito, Angelito, nombres terminados en ito. Y si ponen mala cara, les dicen “El moro”, como a mí, y a aguantarse. Como a todos los paquistaníes nos llaman “El moro”, los riojanos no nos distinguen a unos de otros. No es raro que los vecinos me confundan con Mehmood o con Adeel. Y eso que Mehmood es mucho más alto que yo. Y que Adeel tiene barba. Llevo seis años en esta ciudad y ningún logroñés dice bien mi nombre. Siento que me falta algo, pero ya no me importa. Eso debe de ser, ya digo, porque estoy integrado. Seré “El moro” para siempre. Así que si necesitan cualquier cosa de un servidor, Mohamad Ali Asghar, (la primera hache aspirada; la segunda, muda), no lo duden, vayan a la obra, pregunten por “El moro”, y ya verán cómo el capataz les da buenas referencias de mí.

Artículo publicado en prensa.