6 de junio de 2009

Hojas

Las hojas no se quejan cuando las pisan, lo cual debería servir para reflexionar en una sociedad tan propensa a la queja. Las hojas (las hojas caducas, claro, las perennes son otra historia) saben que tienen los días contados, que su existencia será efímera, que perderán el verdor y, sin embargo, no sueltan ni una protesta ni firman un manifiesto contra el sumo hacedor de hojas.
Aquí, en este edén tan resguardado, en este cubículo montado con el confort exagerado de quien aspira a una inmortalidad tan larga como vacua, todo el mundo levanta su grito contra todo, contra las retenciones, contra los pisotones en el autobús, contra la nicotina, contra la educación. Aquí, ya digo, todo el mundo protesta con su pancarta fabricada a la medida, todo el mundo sale a la calle en plan algarada callejera a quemar su ración de coches, menos quienes más deberían protestar, es decir, las hojas. Las hojas se deberían levantar contra la tiranía de las botas y no dicen nada.
Calladas, sumisas, las hojas nos regalan primero un estallido fosforescente de color primaveral, que nunca viene mal para alegrar unos ojos cansados de horizontes grises por la iluminación opaca de tantas farolas, y luego, ya en otoño, nos brindan una lección de humildad, una clase de eutanasia, que combina la ética con la paciencia. No pensemos que su silencio se trata de una resignación vulgar, de una sumisión pasiva a una injusticia, sino de una aceptación sabia de los designios inescrutables de la naturaleza, una frase que suena a púlpito, a orador televangelista, pero que no nos queda más remedio que asumir con una inteligencia racional, cuando se ha descubierto que las tres cuartas partes del universo son materia oscura.
Las hojas no se quejan, sólo emiten un ruido de cereal mojado en leche, crujiente, acogedor, de mañana de domingo, una mañana sin prisa, eterna, eterno el periódico, eterno el tazón de leche. Los bosques están llenos de esos ruidos íntimos, que se retuercen hacia dentro como un ovillo y no hacia fuera como suelen ser los ruidos urbanos. Los cláxones, los móviles, las alarmas, tienen gustos modernos y les gusta irse de botellón hasta las tantas molestando a los vecinos, pero las hojas han interiorizado un silencio monacal, nada místico sino reconcentrado de pura clorofila, como la única forma de respirar oxígeno y de no ahogarse con tanta contaminación sonora.
Las hojas son tan sabias que incluso cuando las pisan los senderistas, mugen humildes como vacas. Las hojas comprenden que la dureza de las personas comienza en los pies antes que en los rostros; ellas saben que el dolor de la experiencia se manifiesta antes en los callos que en las arrugas. Los humanos no hemos aprendido esta verdad: que la liberación del ser humano vendrá antes por abajo que por arriba, que la salud comienza en el pie antes que en el estómago. Sólo las culturas orientales han sabido valorar el valor sagrado de un pie. En Occidente, los hippies frivolizaron con el asunto del nudismo, pero lo cierto es que la primera esclavitud la trajo la sandalia. El pie necesita ser libre para ser feliz y hace tiempo que por educación lo encerramos en un molde donde se asfixia. Los pies de ciudad se endurecen en el cemento y su angustia la trasladan a la frente. No hay mayor felicidad que el remojar unos pies en un arroyo. Hemos inventado las vacaciones de verano como una salvación de nuestros pies, que huyen a las playas para disfrutar descalzos de la pureza de la arena. A partir de otoño, con el frío, sólo nos queda el relax de las alfombras persas. O acercarnos a un bosque y pisar una alfombra de hojas otoñales.

Artículo publicado en prensa.

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