6 de julio de 2010

Zurracapote

El empollón de Mateo, a quien tanto fascinaban los misterios de la naturaleza, había recabado en los últimos meses dos extrañas informaciones. La primera la había leído en el libro de clase y era bastante fiable. Decía así: hay planetas que flotan livianos como burbujas. La segunda se la había chivado el pinta de Luisito, su compañero de pupitre, y era menos segura. Lo que le había asegurado aquel golfillo mantenía lo siguiente: si emborrachas a una rana con zurracapote lanza unas burbujas tan grandes como planetas. Eran dos frases, sin duda, deslumbrantes, dos espigas iluminando el erial de la escuela, y, como el científico en potencia que era, el cerebrito del muchacho no había parado de pensar en ellas, barajando alguna manera de relacionarlas, intentando hallar la fórmula que emparentase las burbujas de las ranas con las burbujas de los planetas.
No le resultó nada fácil encontrar la conexión. Tuvo que esperar a buscar en el diccionario el significado de la palabra silogismo para que aquel enigma se aclarase. Entonces, como un avezado filósofo, hiló un razonamiento preciso, en el que todas las piezas encajasen. Se dijo: premisa mayor, todos los planetas son burbujas; premisa menor, todas las ranas lanzan burbujas; conclusión, todas las burbujas de las ranas son planetas. Aquel increíble descubrimiento, el que el origen del cosmos dependiese de unos animales tan insignificantes como los batracios, le dejó a Mateo boquiabierto. Se apoderó de él una emoción muy grande, cargada de responsabilidad incluso, como la que le embargaba cuando asistía al milagro de la metamorfosis de los amorfos gusanos de seda en gráciles mariposas.

Inicio del cuento Zurracapote.
Publicado en el número 34 de Piedra de Rayo.

26 de marzo de 2010

Yema

Detrás de la cortina, el comandante jubilado Leonardo Artesanil, bizco del ojo derecho, sin lesiones en el ojo izquierdo, esperaba su entrada a escena alterado como una vaquilla. En la obra, más de dos horas de tediosa función, apenas tenía una frase, la típica frase servicial de mayordomo, “Señorita, las yemas del rosal se han secado”, pero aún así, a pesar de tan escaso papel, había optado por aguardar su turno junto al escenario, sin moverse ni un segundo ni para ir al baño, como si le estuviese esperando el recitado de un triunfal monólogo.
Ya le faltaba poco para su aparición y sus pulmones habían comenzado a expandirse, pues olfateaban, como un cazador olisquea la pieza, el instante del lucimiento. La compañía de la residencia llevaba representados dos actos y él salía justo al inicio del tercero. Empujado por esa inquietud entresacó la cabeza entre los pliegues acartonados de la tela para asegurarse de que llegaba su momento. Todo parecía que iba según lo ensayado. Sobre la tarima, sentados en un ancho sofá victoriano, se hallaban la señora Alicia Sotomayor, viuda de carnicero, y el señor Ricardo Ormazábal, ferretero solterón, representando los papeles protagonistas. Encarnaban a una melancólica pareja rusa (ella a Nikrasova, una terrateniente arruinada, y él a Lermotov, un poeta idealista) y su actuación se desarrollaba, como había previsto el comandante, con poca gracia. A la viuda le costaba horrores recordar el texto mientras que al ferretero le temblaba la mano cada vez que se acercaba a cortejar a la dama.

Inicio del cuento Yema.
Publicado en el número 33 de la revista Piedra de Rayo.

12 de marzo de 2010

Catapán

¡Qué suerte más esquiva la del capitán Gaona! Mira que nacer en el siglo catorce, un siglo belicoso como pocos, donde no estaban bien vistos los insumisos. Lejos aún quedaba Kant y aún más lejos Boris Vian. Por aquella época el que mandaba era el tomismo que, aunque rima con pacifismo, no se parecen en nada. Entonces todo era muy rígido y las espadas, aunque quisieran ser piruletas, no podían dejar de ser espadas ni los cañones, aunque quisieran ser chupa chuses, podían dejar de ser cañones. Cada cual tenía que atenerse a su papel: y los bajos iban detrás de los altos, y los altos iban detrás de los muy altos, y los muy altos iban detrás de los reyes. Así era el escalafón, que era, y es, una palabra rimbombante, que nadie se podía, ni se puede, saltar.
Bueno, casi nadie. Pues ahí estaba el capitán Gaona, saltándose el escalafón y todas las palabras que terminasen en on, que siempre en toda regla debe haber una excepción para que la regla, claro, sea regla y no compás. Pues realmente aquel hombre hacía lo que le daba la real gana, sin respetar los códigos manuscritos, que para eso se escriben, clamaban los eruditos, para que se respeten de la pe a la pa. Pero el capitán Gaona no respetaba ni la pe ni la pa. Eso de tomarse las cosas al pie de la letra le parecía una lata. Entre el significante y el significado, elegía siempre el camino del medio. Ahora que ya sabemos lingüística, diríamos que era un heterodoxo de libro. Y ¡qué heterodoxo más ortodoxo!, ¡todo un coloso de cintura para arriba! De cintura para abajo, ya era otra cosa, más melindrosa. Pero qué sería el cuerpo sin el cerebro, aseguraba el capitán Gaona. Y eso que él no sabía ni pío de neuronas. Lo dicho, un adelantado a su tiempo, un modelo de libertad, un dechado de magnanimidad. Que por cierto es una palabra que viene del latín y que en cualquier texto hace tilín.


Inicio del libro ‘Catapán Gaona’. Publicado por la Tienda de la Solidaridad en colaboración con Piedra de Rayo.

Ilustración

La ilustración es a las bellas artes lo que la poesía a la literatura. Se ha granjeado el respeto unánime por su sabia manera de combinar la gracia con la profundidad, pero a la vez se la margina como si fuese un arte menor. El origen de esta paradoja puede deberse a su naturaleza híbrida. La ilustración es un género fronterizo, que se alimenta del lenguaje escrito y del visual, y todo lo fronterizo suscita extrañeza, sobre todo, en un mundo anhelante de certezas científicas como el nuestro. Su estatus indefinido genera las mismas dudas que suscitaban en la escala del saber aquellos animales mitológicos, seres metamorfoseados como los elegantes centauros o los fieros dragones, cuya ambivalente paternidad, moldeada a partes iguales por la realidad y la imaginación, les desterraba a un limbo desconocido, casi onírico, que no era ni el mundo real ni el de la ficción. Pero el verdadero arte, el que nos interroga sobre la frágil condición humana, necesita del misterio de los sueños. Sin esa naturaleza insondable, se devalúa en una práctica rutinaria. Hacen falta chamanes dibujantes que recuperen el hechizo de la obra artística; hacen falta ilustradores alquimistas que capturen con sus trazos esas zonas inaprensibles de nuestra naturaleza, donde laten las emociones más luminosas. Libros iluminados les calificó el poeta William Blake a los libros ilustrados. El saber se iluminó gracias a los dibujos, facilitándonos la tarea de aprender y educándonos la mirada. Esta exposición realza el valor estético de la ilustración mostrando las obras de quince ilustradores vinculados a La Rioja. Sus magníficos trabajos abarcan distintos estilos, distintas generaciones y distintas temáticas. Aunque todos ellos comparten una filosofía común: la búsqueda de una verdad artística tan necesaria y profunda como el respirar. A la muestra la hemos bautizado el oficio de ilustrar para recalcar que sin una técnica depurada, el arte no puede existir. Los ilustradores, en su humildad, se someten no sólo a la exigencia del texto sino también a un amplio abanico de destrezas manuales. Gracias a su talento superan la tensión de ambas y eso les hace volar libres y alcanzar las alturas de un arte mayor.

Texto escrito para la exposición ‘El oficio de ilustrar’ organizada por la Universidad Popular de Logroño dentro del Programa Abierto. La muestra ha exhibido en la sala de exposiciones de Caja Rioja de la Gran Vía de Logroño el trabajo de quince ilustradores riojanos del 16 de febrero al 10 de marzo.

29 de diciembre de 2009

Grañón

Nunca he estado en Grañón. Claro que tampoco nunca he estado en París. Antes me avergonzaba reconocer no haber viajado a sitios célebres cuya visita se considera irrenunciable para un hombre de mundo. Así que para salir del apuro en más de una ocasión me he visto obligado a asegurar que conozco París como la palma de mi mano, lo que, dicho sea de paso, me ha forzado a aseverar que, venciendo mi atávico miedo a caerme de cualquier altura, me he encaramado a la copa de la empinada torre Eiffel. Y algo parecido me ha sucedido con Grañón, una histórica villa sobre la que he vertido algún que otro embuste, eso sí, éste un poco más piadoso que el referente a la bohemia París. Bajo la recriminadora mirada del apóstol Santiago, que todo lo ve y todo lo oye, he jurado y perjurado que he recorrido sus calles jacobeas hollándolas con los andares meditabundos de un peregrino y, como veía que me creían la falacia, he persistido en la mentira asegurando que, instado por sus amables lugareños, me he sentado en un banco de su iglesia mayor para contemplar, sin sentir mareos ni sarpullidos sthendalianos, el esplendor barroco de su maravilloso retablo.
Ahora, sin embargo, que ya no me sonrojo por pecados veniales, reconozco que nunca he estado en Grañón y, menos aún, en París. Claro que, pensándolo bien, a la luz de los nuevos descubrimientos físicos, habría que matizar qué significa eso de estar en un sitio. Me da la impresión de que ni un ignorante como yo en cuestiones de átomos, ni tampoco muchos laureados científicos, tienen nada claro este concepto. A todos nos acechan las mismas insidiosas preguntas. Porque, ya me dirán, ¿la actitud de permanecer sentado en una estación de autobuses durante una plomiza tarde, incluida una cabezadita sobre el hombro de un amable jubilado, otorga derecho de pernada sobre ese lugar?, ¿o acaso la constancia de regresar de un congreso express, sin otro bagaje turístico que la maleta cargada de folletos de la localidad organizadora, se puede convalidar como una estancia en toda regla?, ¿o incluso el gesto de compartir pacientemente el pesado álbum de fotos de vacaciones de un familiar concede el privilegio, por vía indirecta, de ser partícipe de ese viaje?

Extracto del artículo ‘Nunca he estado en Grañón’ publicado en el número de diciembre de 2009 de la revista Mirabel de Grañón.

11 de octubre de 2009

Xilófono

Y a los ciento dos años y pico, el célebre luthier maese Golondrina, artífice del xilófono arnedano, aquel extraño instrumento cuyo ampuloso sonido revolucionó la música barroca, decidió jubilarse. El día anterior a esta decisión, él, que tan agudamente discernía los latidos de la naturaleza, había escuchado crujir el nogal de su jardín y lo interpretó como un augurio de su cercano final. Así que congregó en su almacén a un enjambre de oficiales y aprendices, por escrupuloso orden alfabético para que no saltasen suspicacias entre ellos, y después de escudriñarlos uno a uno, a los más pillos y a los más honrados, a los más holgazanes y a los más laboriosos, eligió al infante Vencejo, el que andaba sin pisar el suelo, para que le acompañase a su austero despacho. Y en aquella espartana habitación, junto a una chimenea crepitante, susurrándole al oído, esto fue lo que le dijo maese Golondrina a su querido discípulo:
“Escucha bien lo que te voy a decir, infante Vencejo, porque no te lo repetiré dos veces. Ahora mismo podría crujir el nogal del jardín y yo me caería muerto de un soponcio sobre este azulejo dejando el taller sin sucesor. Ya conoces la fama de nuestro negocio. No hace falta que te diga que hasta esta humilde morada se han acercado carruajes de hombres ilustres, pues seguro que recordarás la capa aterciopelada de maese Bocanegra, el fabricante de instrumentos más exquisitos del reino, tendida a mis pies como una alfombra real.

Inicio del cuento Xilófono.
Publicado en el número 32 de Piedra de Rayo. Octubre de 2009.

17 de julio de 2009

Doméstico

Por una de esas extrañas conexiones neuronales, la demolición del Servicio Doméstico me ha recordado un libro de ensayos de Eco que encarecidamente me aconsejaron leer durante aquel curso. En sus páginas, el pensador italiano habla de los universales semánticos, esas nociones comunes que, por su importancia, se repiten en todas las culturas. Los universales semánticos se pueden contar con los dedos de la mano y precisamente entre ellos se encuentran todos aquellos que se refieren a la posición de nuestro cuerpo en el espacio. Lo que Eco quiere decir es que en una lengua podrá faltar la palabra dinero, o incluso podrá faltar la palabra poder, pero lo que nunca faltará en ningún dialecto del mundo son palabras como arriba y abajo, o como izquierda y derecha. Me parece que por aquella época aún tierna de mi desarrollo intelectual yo no lograba entender del todo la importancia de lo que me estaban explicando. Recuerdo que me gustaba la sonoridad poética de aquel concepto de universales semánticos, pero creo que no comprendía lo esencial de su significado: que el espacio es un asunto muy delicado que afecta a nuestros afectos y que no se puede alterar a la ligera sin correr riesgos de trastornar nuestra identidad.
Ahora, con la muerte súbita del Servicio Doméstico, lo he entendido al fin. ¡Estoy tan desorientado como cuando le comunicaron al cisne del parque San Miguel su traslado por la gripe aviar! Porque, tras la desaparición de mi querida esquina del Servicio Doméstico, ya me dirán ¿dónde vamos a quedar mis amigos y yo cuando bajemos a la Universidad a recordar viejos tiempos? ¿En un parking desolado donde los sioux nos pueden atacar por la espalda?

Fragmento de un artículo publicado en la revista ‘Piedra de Rayo’