15 de junio de 2008

Tufera

Esta historia tiene una heroína singular: una talla pequeña del Monasterio de Cañas. ¿Cuánto mide esta escultura humilde? Lo que un llavero, no más. Olvidada está en un rincón de la sacristía adonde no llega el sol. La ilumina un candelabro triste con unas velas de funeral. Dicen que es una imagen mariana; dicen que su mirada fría sobrecoge a quien la mira. En la mano derecha, la de las bendiciones, porta un objeto extraño: un tubo alargado con un capuchón en la copa. ¡Qué cetro más tosco para dama tan delicada! Pero, señores, no hay duda, no es una margarita, es una tufera lo que sostiene esa mano.
La llaman a esta talla santa Tufera. Pero antes de ser santa y de madera, ¿cómo llamaron a esta damisela? Eso no se sabe. Nadie se acuerda de su nombre en Cañas. ¡Ay, los siglos enfangan los recuerdos más que las riadas! Llamémosla pues Silvina, que suena a romance viejo. Por ese nombre, por Silvina, la debió de invocar tantas veces su marido. ¡Silvina, cose las albardas! ¡Silvina, limpia la pocilga! Así, con semejante vozarrón, le gritaba a su mujer aquel hombre rudo. Entonces eran tiempos de hombres rudos. De un solo azadonazo deslomaban los terrones. Grandes cavadores, sin duda, aquellos hombres antiguos. El de Silvina se llamaba Amador, aunque nunca fue, la verdad, un gran amante.
Fragmento del cuento Tufera.
Publicado en el número 28 de Piedra de Rayo. Primavera 2008.

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