29 de abril de 2008

Injertar

Si uno se dirige al campo y contempla con ojos de pintor prerrafaelita estas cepas soñadoras, puede llegar a reconocer los países con los que sueñan. Porque, de tanto imaginar utopías nocturnas, sus troncos adoptan unas formas reconocibles para cualquier viajero acostumbrado a cruzar fronteras. Y el de una Turruntés, a poco que uno se fije, tiene un aire, en sus proporciones desgarbadas, de gaita escocesa, o el de una Maturana se asemeja, por esa manera peculiar de desplegarse y contraerse, a un bandoneón argentino, y el de una Monastel, tras observar su estrechez en la base y su desmesurada curva en la copa, se podría confundir con un trombón zíngaro. Y al probar sus racimos, comprueba que saben distintos a otros racimos. No tienen el típico sabor tradicional a jota. Desprenden la melancolía de un tango susurrado al oído, la alegría flamenca de una boda gitana, la paciencia escéptica de un haiku. Y si algún enólogo atrevido los remostase y elaborase vinos varietales con esta clase de uvas, no te digo ya. Esas palabras que se utilizan en las catas al probar los Rioja (retrogusto a frambuesa y no sé que otras sutilezas) se quedarían cortas. Estos vinos experimentales serían un bombazo explosivo de matices. Si al beberlos nos concentrásemos como los sumilleres, evocaríamos sensaciones más mestizas que en uno de esos conciertos hippies. Nos vendrían al paladar la euforia de una taberna irlandesa en la hora feliz de la jarra de cerveza gratis y el combate de boxeadores por la tele. Y la nostalgia infinita de un puerto bonaerense al atardecer, cuando parten al Caribe los iluminados transatlánticos de lujo. Y la sensualidad de un mercado persa, repleto de puestos de dátiles, de cobras hipnotizadas y de danzadoras del vientre.
Fragmento del cuento Injertar.
Publicado en el número 15 de Piedra de Rayo.

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