13 de marzo de 2008

Burros

Siempre que veo un burro, pienso en Pinocho. Podría acordarme de Juan Ramón y su Platero tan mullido o de Sancho Panza y su jamelgo tan noble, pero lo primero que me viene a la cabeza es el recuerdo del muñeco narigudo. ¡Pobre Pinocho, castigado a cuatro patas por sus ansias de libertad! ¡Pobre Pinocho, metamorfoseado su lenguaje en rebuznos por escaparse al reino donde los niños se columpian hasta el amanecer! Siempre que veo un burro, o una foto de un burro, porque ya apenas quedan burros, me entra una especie de arrebato, una sensación nada romántica, no crean, sino más bien vulgar, una alucinación propia de un oficinista cansado de su monótono destino. No puedo evitar este fugaz instante de locura. Siento que los orejones en punta de los burros invitan a las confidencias como las caracolas encienden la nostalgia marina o las antenas parabólicas despiertan pasiones futboleras.
Fragmento del cuento ‘No todos los burros son Pinocho’
Publicado en el número 21 de la revista Piedra de Rayo

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