27 de marzo de 2008

Homero

A veces pienso si Homero tuvo un perro Lazarillo que le guiase por la oscuridad.
¿De qué raza sería?
¿Un perro perdiguero de caza que oliese a leguas el rastro de los conejos
y brincase animoso detrás de las perdices?
¿O fue un galgo corredor que le condujese entre las huestes de Esparta
para que ninguna flecha mercenaria atravesase su maltrecho corazón?
¿O quizá fue un cariñoso caniche con el que se sentaba en un arrecife
a escuchar el arrullo de las olas del mar Egeo
y buscar así inspiración para sus versos?
A veces imagino a Homero sentado en su escritorio,
un escritorio de madera de roble comprado a mitad de precio a un buhonero de Corinto,
mojando su pluma en el tintero
(¿escribiría Homero con pluma de ganso o preferiría la tersura del pavo real?)
y también veo a su perro,
un caniche o un galgo o un perdiguero,
impaciente, inquieto,
levantando las patas delanteras para que su dueño por fin le sacase a pasear.
Y al final estoy seguro de que Homero,
después de estar todo el día dándole a la cabeza,
ligando rimas y componiendo estrofas
sobre un pergamino o sobre una tablilla de arcilla,
dejaría el hexámetro a medio terminar
y se asomaría por la ventana que daba a la plaza,
la misma plaza en que siglos después ajusticiarían a Sócrates,
hincharía los pulmones de aire fresco
y pensaría que el atardecer huele a nardos, a naranjas, a confidencias, a silogismos,
a fábulas, a mentiras, a conversaciones.
Y Homero saldría al ágora,
recién adoquinada con baldosas de mármol,
y apoyándose en la empuñadura de su cayado
y agarrándose a la atadura de su perro
cruzaría con paso firme los soportales ojivales
y daría una vuelta entre los puestos de perlas de los pescadores de Damasco
y entre los puestos de limones de los campesinos de Atenas
y entre los puestos de canarios enjaulados de los cazadores de Tebas
y entre los puestos de facsímiles de los libreros de Alejandría.
Y quizá compraría un puñado de maíces o una bolsa de pipas muy saladas
para degustarlas en silencio o para compartirlas con los desconocidos,
y después de un paseo se detendría en aquel rincón de la plaza,
al lado del parterre de geranios y de la fuente que manaba vino dulce,
donde siempre se juntaban los amigos del aire, de la soledad, de la tristeza,
los amigos de los unicornios imposibles, de las jirafas de compañía, de los elefantes hormigueros,
y entre la bruma nocturna Homero se sentaría en un banco,
junto a la cortesana que sacaba todas las tardes a su perro ovejero
y le hacía carantoñas con la misma intensidad que a uno de esos amantes infieles,
junto al soldado mercenario que tenía un perro rottweiler
al que castigaba sin una chocolatina si no atrapaba un palo que le lanzaba al aire,
junto al anciano senador que paseaba su San Bernardo con elegancia
recogiéndole a cada paso las caquitas en una bolsa de papel,
y junto al sacerdote del oráculo de Delfos
quien siempre aparecía acompañado de un extraño perro grifonte con cabeza de sapo y alargadas patas de gacela,
y entre todos hablarían con complicidad de cosas sin importancia,
de cosas de perros,
cuánto salta,
qué come,
cómo se llama,
mientras los perros juguetearían de aquí para allá,
persiguiéndose, amándose,
y a veces, por qué no, peleándose,
y el senador y la cortesana y el mercenario y el sacerdote correrían a separarlos
y les reñirían como si fuesen sus hijos,
enseñándoles a comportarse en los lugares públicos,
y al escuchar unos reproches tan cariñosos Homero se sonreiría
y sentiría por unos segundos la armonía de las estaciones,
la sencillez de la vida,
la hondura de lo baladí,
la tranquilidad de lo natural,
la felicidad de lo cotidiano,
y cuando anocheciera y todos regresaran a sus casas,
le silbaría tres silbidos a su perro lazarillo,
un caniche o un galgo o un perdiguero,
y le gritaría:
"¡Ulises, venga, vamos, que ya es tarde!"
y Ulises vendría obediente para guiar a su amo
hacia los abismos de la verdad y de la poesía.
Accesit en el I Certamen de Poesía Ateneo Riojano.

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